Entonces subimos al piso de arriba. Donde el viento corría
más frío y más rápido. Y de repente estaba tan cerca que hasta podía percibir
su aliento en mi oído.
No recuerdo qué día era. Si era viernes o domingo, pero
era una de esas noches llenas de estrellas. Estrellas pequeñas o brillantes o fugaces.
Fugaz. Como el tiempo que paso con él.
El plato principal era sprite. Sprite sin hielo, pero sprite del que se sirve en copas de champagne. A través de la luz de las velas se vislumbraban las burbujas de su copa además de su silueta y el brillo de sus ojos verdes cada vez que sonreía, haciendo
estallar mis ganas en la garganta. Que se me erizaba el pelo de la nuca con
sólo imaginarle.
Entonces las sábanas, cómplices de mis pupilas, nos ayudaron
a librarnos del frío de su ciudad, que cala hasta los huesos. Y el calor se hizo evidente ahí dentro.
Por la mañana hacía que dormía para que sus yemas no dejasen de acariciar mi espalda.
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