29 sept 2012


Nunca había creído en esas gilipolleces extraordinarias que la filosofía absurda quiere hacernos creer. Pero la vida, y no la filosofía, me ha contado poco a poco que, cuando nacemos, lo hacemos conectados a alguien. Pero no es una conexión cualquiera. Se trata de una conexión especial, que va mucho más allá de la mera sangre. Es una conexión mental y espiritual muy difícil de explicar y también de conseguir. Se trata de tener la seguridad de que pase lo que pase siempre habrá alguien que te entienda, te escuche, te guíe, te apoye y te perdone. Siempre.
Yo conozco a esa persona desde antes de tener uso de razón y desde antes de que me acabasen de salir todos los dientes de leche. Tenía el pelo rubio, los ojos claros y la sonrisa pequeña. También tenía dos años más que yo pero no por eso menos vergüenza.
La vida nos hizo tropezar para aprender a pelearnos por una Barbie, por algún que otro chico con apellidos peculiares y por los gustos de la vida misma. Pero también nos hizo tropezar para hacer de cada verano el mejor de nuestras vidas, para crecer juntas como personas y para querernos sin miedo al tiempo.
Teníamos entre 10 y 13 años cuando empezamos a comernos el mundo cada verano entre cocacola y cocacola. Cuando, por alguna causa desconocida, empezamos a dejar de ser nosotras si la otra no estaba. Cuando empezaron a ser rutinarias las ganas de un nuevo fin de semana juntas. Cuando las miradas empezaron a contarnos más que las palabras.
Entonces los veranos se nos hicieron cortos y Madrid nos pareció una solución real para pasarnos las noches sin dormir por tener los corazones rotos y para enseñarle a la capital estas sonrisas que tenemos las dos.
Tiene algo en la mirada que, a su pesar, la hace ser transparente. Que podría contarme sus estados de ánimo aunque su voz me mintiera. Es un poco caprichosa. Bastante impaciente. Y demasiado insegura para lo que vale. Porque para aguantarme tiene que valer, y mucho. Es capaz de leer entre líneas lo que la estoy escribiendo a través de un ordenador y sabe más de mi vida casi que yo misma. Ha sabido cómo levantarme desde el subsuelo y cómo bajarme de las nubes. Con todo esto, lo que pretendo contaros, es que, sea como sea, el amor eterno sí existe.



No hay comentarios: