Nunca había creído en esas gilipolleces extraordinarias que
la filosofía absurda quiere hacernos creer. Pero la vida, y no la filosofía, me
ha contado poco a poco que, cuando nacemos, lo hacemos conectados a alguien.
Pero no es una conexión cualquiera. Se trata de una conexión especial, que va
mucho más allá de la mera sangre. Es una conexión mental y espiritual muy
difícil de explicar y también de conseguir. Se trata de tener la seguridad de
que pase lo que pase siempre habrá alguien que te entienda, te escuche, te guíe,
te apoye y te perdone. Siempre.
Yo conozco a esa persona desde antes de tener uso de razón y
desde antes de que me acabasen de salir todos los dientes de leche. Tenía el
pelo rubio, los ojos claros y la sonrisa pequeña. También tenía dos años más
que yo pero no por eso menos vergüenza.
La vida nos hizo tropezar para aprender a pelearnos por una
Barbie, por algún que otro chico con apellidos peculiares y por los gustos de
la vida misma. Pero también nos hizo tropezar para hacer de cada verano el
mejor de nuestras vidas, para crecer juntas como personas y para querernos sin
miedo al tiempo.
Teníamos entre 10 y 13 años cuando empezamos a comernos el
mundo cada verano entre cocacola y cocacola. Cuando, por alguna causa desconocida,
empezamos a dejar de ser nosotras si la otra no estaba. Cuando empezaron a ser
rutinarias las ganas de un nuevo fin de semana juntas. Cuando las miradas
empezaron a contarnos más que las palabras.
Entonces los veranos se nos hicieron cortos y Madrid nos
pareció una solución real para pasarnos las noches sin dormir por tener los
corazones rotos y para enseñarle a la capital estas sonrisas que tenemos las
dos.
Tiene algo en la mirada que, a su pesar, la hace ser
transparente. Que podría contarme sus estados de ánimo aunque su voz me
mintiera. Es un poco caprichosa. Bastante impaciente. Y demasiado insegura para
lo que vale. Porque para aguantarme tiene que valer, y mucho. Es capaz de leer
entre líneas lo que la estoy escribiendo a través de un ordenador y sabe más de
mi vida casi que yo misma. Ha sabido cómo levantarme desde el subsuelo y cómo
bajarme de las nubes. Con todo esto, lo que pretendo contaros, es que, sea como
sea, el amor eterno sí existe.
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